sábado, 7 de junio de 2014

Nostalgias

Alguna vez Cortázar escribió: “Creo que no te quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte como la mano izquierda enamorada de ese guante que vive en la derecha”. 

Convengamos que el autor argentino como buen poeta maldito encontraba mayor fuente de inspiración en aquellos amores imposibles, difíciles, en absoluto inviables, quizás porque la alegría de lo evidentemente factible tiende a resultar embrutecedora para algunos y asesina de esa inspiración desgarradora que produce la melancolía. 
Pero el asunto trasciende a otros órdenes de cosas. He tenido la suerte de recorrer nuestro continente desde la Patagonia hasta la selva ecuatorial y aunque la modernidad de Santiago, la bohemia bonaerense o la locura de Sao Paulo resultan atractivas los lugares más cautivantes y que provocan las añoranzas más salvajes los he encontrado en pequeños pueblos perdidos en medios de los fiordos australes, el desierto de Atacama, las islas del Titicaca o las aldeas del curso alto del Amazonas. Y quizás resulten justamente tan cautivantes porque en el fondo sabemos que difícilmente volveremos y que aún si lo hiciéramos sería a la práctica imposible que pudiéramos del todo acostumbrarnos a vivir allí. 
Y lo anterior también ocurre con esas imágenes nostálgicas propias de tiempos idos, reminiscencias de infancia. Como los vendedores de algodón en las ferias, los fotógrafos con sus ponis en las plazas públicas, los lustra botas del pasaje Bombero Ossa, o esa vieja balanza en desuso que encontré en un café de Punta Arenas. Nos llaman la atención, nos cautivan, por el simple hecho de que se han ido o van camino a hacerlo. 
Por más pragmáticos que pretendamos ser ese espíritu aventurero y romántico que todos en mayor o menor medida llevamos dentro nos hace amar profundamente aquello que es obviamente imposible de alcanzar o hacer permanente, como los amores malditos, como los lugares inalcanzables, como los tiempos idos, “como la mano izquierda enamorada de ese guante que vive en la derecha”.

domingo, 1 de junio de 2014

Atardecer en Cochrane

Y allí estábamos ambos, mi hijo y yo. Veníamos de sorprendernos con los increíbles paisajes de Caleta Tortel, la visita al ventisquero Montt, la observación de huemules en Tamango, el avistamiento al Monte San Valentín en Campos de Hielo Norte, las sorprendentes Capillas de Mármol en el Lago General Carrera y la increíble fuerza de los saltos del Río Baker, pero una de las mayores sorpresas se nos presentó casi al final de nuestro viaje. 
Quizás una de las mayores sorpresas de ese viaje por la Patagonia se nos dio sin buscarla, sin desplazarnos grandes distancias, sin someternos a extenuantes trekking, sin tener que navegar horas en los canales australes, sencillamente bastó con mirar al cielo durante un atardecer obra de un maestro impresionista. 
Trabajo en Santiago, esa gran capital que vive agitada, convulsionada, con gente que corre constantemente de un lugar a otro atrapada entre los tacos de primera y última hora del día. En esta ciudad he visto los mismos hermosos y coloridos atardeceres de la Patagonia pero me parece que tan sólo yo los he notado, el resto de quienes me rodean siguen pendientes de cuando cambiará el semáforo, de lo lento que se mueve el automóvil delante de ellos, de mirar el reloj y calcular cuantos minutos llevan en el atochamiento. 
El cielo suele entregarnos regalos, gratuitos y de libre disposición, pero solemos “disfrutar” tan sólo aquello que pagamos.